Metafísica de la danza
Por Claudia Sotelo
*Texto seleccionado de la Convocatoria Leer, escribir y danzar, una propuesta de la Cátedra Gloria Contreras que surgió al inicio de la pandemia por COVID-19, en el mes de abril 2020. La convocatoria consistió en desarrollar un escrito reflexivo a partir de cuatro lecturas sobre filosofía e investigación de la danza, promoviendo así la lectura, escritura y participación del público.
Desearía en muchos aspectos ser merecedora del espíritu de niña para aprender nuevamente a danzar y, desde esa mirada transparente, mirar el cuerpo en una suerte de regresión a lo primordial humano. O bien, desaprender “bailar” y ser espectadora de un arte distante; al final, ser un ser al que se le revela de a poco un mundo nuevo. El anhelo del cuerpo lúdico y sobreviviente del infante –o del espectador–, repleto de inocentes suposiciones, no sofoca el dejo de placer que me provocan las cuestiones académicas, filosóficas, a veces paradójicas, sobre el movimiento. Ambas me obsequian destellos: la ignorancia placentera de danzar, de quien descubre sin juicio su cuerpo siendo en otros lugares o en sí mismo; y el masoquista intento por comprender la danza, en lo que amorosamente Valéry nombra “una danza del pensamiento” (2001). Dado que, inquieto, fluctúa y se acomoda incansablemente en un espacio que hoy día se magnifica danzando en sí mismo: salta, gira y percute sobre plataformas infinitas de pensar la excepcionalidad del cuerpo a través de su movimiento.
Más allá del infante que ilumina de a poco las posibilidades de su maquinaria, es valioso pensar en el homo sapiens primitivo que aprende a usar su cuerpo y a emplear los cuerpos que se encajan en el mundo. ¡Vaya cantidad de información que somos! 360° de datos haciendo ósmosis a cada minuto, estos son depositados en nuestro acervo de movimiento, uno que no parece tener fondo. Bien pues, ¿qué es danza? ¿de dónde viene? Nuestro supuesto cavernícola mueve ciertamente su cuerpo para satisfacer necesidades de orden primario; hace uso de una potencia carnal primordial, de una maquinaria diseñada para sobrevivir con eficacia y eficiencia. Sin embargo percibe que su habilidad para cazar o para recolectar no es suficiente, sino que esa información que proviene del afuera del cuerpo le indica que para adquirir una potencia del exterior –consumirla y vivir–, es preciso ofrecer una poca del interior: por eso danza. Más bien la pregunta correcta sería ¿de qué es capaz un cuerpo? A diferencia de la idea de un exceso de potencia que, al no consumirse, el cuerpo desecha en forma de danza, pienso en un delicado intercambio de potencias dispuestas al flujo de la vida. Ahí nace el ritual. La danza es, en esencia, metafísica: el hombre no danza porque come sino que danza para comer, para merecer un espacio en el mundo. Y este planteamiento bien puede confirmarse si se extrapola a estos tiempos vertiginosos en donde el ritual y el pensamiento mágico han sido desplazados por la tecnología. El cuerpo moderno adquiere su alimento con mayor facilidad, por ello no danza, encontrándose cada vez más ajeno a su propio cuerpo y espacio.
A pesar de que en un principio la idea de la danza como una prótesis (entendida como un exceso de potencia) del cuerpo es seductora, dado que la catarsis pareciera ser inminente para la sobrevivencia a medida que la energía, al igual que el pensamiento y las emociones, son materia dentro de un cuerpo accionado por bioquímica, puesto que las leyes de la física estipulan que dos cosas no pueden habitar un mismo espacio, por lo que la mente (el cuerpo) desecha lo (in)necesario, nuestros cuerpos se han incrustado a la economía de movimiento de un sistema cuyo anhelo es la absorción, la producción, la contención y la inmediatez. En dado caso, somos cuerpos cada vez más saturados, almacenamos cada vez más energía e información, más movimiento, más imágenes; y, sin embargo, no se danza por vaciarse, sólo por danzar como un ejercicio de reseteo cotidiano para la supervivencia.
La idea de la danza como una descarga de potencia no empleada del cuerpo proviene de un pensamiento inconscientemente influenciado por tiempos de consumo. Es claro que si las ciencias, los avances tecnológicos y las indagaciones cada vez más expandidas en materia artística existen –prótesis del saber humano que exceden la supervivencia–, es porque hemos sabido cómo reservar nuestra energía para sobrevivir y aún emplearla para otras inquietudes. Pero ¿somos de veras seres que en lo que pareciera ser un lapsus de ociosidad… danzan o, en general, crean? No logro imaginar la danza como un desecho del cuerpo. Desechar, dar o, en el mejor de los casos, ofrecer. Dichas acciones son por excelencia del cuerpo servicial y productivo, un cuerpo que produce materia o saber es un cuerpo que encaja a la perfección en el sistema porque, también en su producir, consume. La conducción de energías vitales no sólo le pertenecen a la civilidad sino a la custodia de nuestra humanidad.
Propongo que la danza es la metódica canalización de esos excesos de potencia ritual; del pensamiento mágico que nos llevó a danzar la primera vez, no para saciar una necesidad primaria, sino para sentirnos pertenecientes al mundo. Esto también es nutritivo y primordial. Una danza transparente ofrece vistazos de nuestro ser primitivo, diseñado para estar aquí sin morir. Un cuerpo en estado de danza es un cuerpo en regresión, en plena convicción de merecer un tiempo y espacio en la naturaleza. Este cuerpo danza por poseer la posibilidad de hacerlo, por reafirmar su energía vital; por eso danzar es placentero. El cuerpo que danza con transparencia es horizontal con los otros cuerpos, negocia lo que hay. Es lo que puede ser. Personalmente pienso la danza en particular como un fundamento profundamente metafísico. El arte, en general, son preguntas y respuestas que fluctúan entre la magia y la ciencia. Todas permiten grados de civilidad y humanidad.
Por lo tanto, cuando hablo de danza, no procuro ofrecer una respuesta proveniente del manual de una máquina o, por el contrario, exaltar un sentimiento sublime, casi indecible, que se genera en cada persona que danza, porque no todo el que danza goza precisamente. Romantizar la danza es un ejercicio de reducción. Las raíces del fenómeno dancístico son profundas como el sentido de pertenencia del ser humano, del privilegio que la mente pone a nuestro servicio para sabernos en el mundo y cuestionarnos a través de ese hábitat. Es decir, no una pertenencia ser humano-ser humano, sino ser humano-mundo.
Danzar permite al cuerpo un “sonambulismo artificial”, una ensoñación corporal. Efectivamente imagino al cuerpo que danza como un cuerpo en tensión, que desestabiliza su equilibrio para experimentar lo que Huxley llamaría su propia “ser-encia” (2017), que abre las puertas de la percepción. La danza vive a través de los cuerpos, se permea de sentido y de búsquedas. Sustituye cuerpos, baila uno por aquí y, al finalizar, principia otro por allá. ¿Quién podría refutar que el movimiento es en esencia el origen de la vida?
Marzo 26, 2020.
Fuentes consultadas.
Huxley, Aldous. Las puertas de la percepción. Cielo e infierno. Buenos Aires: Debolsillo, 2017.
Valéry, Paul. "Filosofía De La Danza." Revista De La Universidad De México. Trad. Kena Bastien Van Der Meer, vol. 602-603, 2001, pp. 45-50.